Alonso Cueto Caballero

miércoles, 27 de octubre de 2010

Un cuento

martes, 19 de octubre de 2010

CINCO PARA LAS NUEVE


Van a ser las ocho y el sol brilla sobre la isla de cemento que estoy pisando. Me encuentro a mí mismo, me descubro en una calle cerca de unos árboles, junto a un poste. No sé muy bien en qué barrio.Un regimiento de hormigas camina. Las patitas marchan hacia arriba, hacia abajo, en círculos. La corriente me hace apurarme. Un enorme rinoceronte corre en mi cabeza. Pienso que puedo pararme en la pista y que el rinoceronte va a salir y va a correr delante de mí. Ahora siento un microbús: el bufido ronco, la nube de óxido. Ya tengo menos fuerza. Voy a buscar un restaurante para entrar al baño. Hay un velo de luz sobre las paredes de la calle. Hay una maceta y una flor en una ventana. Tengo que llegar a las ocho.Ya sé dónde estoy. Voy a dar un examen. El sol sigue brillando, va a ser un día típico de verano y yo he perdido la esperanza.Mido la presión de mi pie derecho contra el cemento. Algo me quema y me quito el zapato. Estoy sentado en el sardinel. Es tarde. El regimiento de hormigas en mi sangre recupera su velocidad mientras el viento me azota el pelo y lo estira. Voy a ponerme el zapato. No puedo perder el tiempo. Faltan minutos, segundos. Algunos segundos algunos minutos. Eso es. No pienso en lo que puedo hacer hoy. O esta noche. O más tarde. Mi terror al futuro no tiene explicación. Es el miedo a lo que va a pasar. No quiero saber de eso. Tengo sólo estos segundos. ¿Tengo sólo estos segundos? ¿Estoy caminando a un examen y no me importa. El sol brilla en el centro del cielo.Estoy parado junto a una reja metálica. Algunos patas vagan por allí. Giancarlo está a mi lado. Nos ha ido mal en el examen. Preguntas con respuesta múltiple. Ni siquiera tenían “Ninguna de las anteriores”. Ni siquiera. Yo me siento triste pero Giancarlo fuma y sonríe. Unas chicas de pelo rubio pasan. Las miramos. Ya vámonos de acá – me dice- vamos a mi casa. Tengo un poco todavía. “Un poco” en el lenguaje de Giancarlo es unas líneas de polvo que él va a poner en la mesa de su casa(...)

Mario Vargas Llosa habla sobre su obra literaria

domingo, 17 de octubre de 2010

El escritor barcelonés Eduardo Mendoza gana la 59 edición del Premio Planeta

El punto de partida de la novela ganadora, presentada bajo el título seudónimo "La muerte de Acteón", es la llegada a la España de la primavera de 1936 de un joven inglés, especialista en pintura española, reclamado para tasar un posible cuadro desconocido de Velázquez.En la misma velada literaria en la que se ha otorgado el primer premio, el jurado, integrado por Alberto Blecua, Ángeles Caso, Juan Eslava Galán, Pere Gimferrer, Carmen Posadas, Rosa Regàs y Carlos Pujol ha seleccionado como finalista la novela "El tiempo mientras tanto", de la periodista y escritora valenciana Carmen Amoraga.
Nada más conocerse el fallo, Eduardo Mendoza ha comentado que le costaba hablar de su novela, porque "siempre escribo libros para ver cómo acaban y no sé muy bien lo qué pasa" y en esta ocasión el autor barcelonés piensa que se trata de "una novela de intriga", un argumento de peso para no avanzar gran cosa sobre su trama.
Según el autor de "La verdad sobre el caso Savolta", la novela ganadora es de "misterio, pero también de reflexión sobre un momento histórico".
"Riña de gatos" sucede en el Madrid de 1936 previamente a la Guerra Civil, cuando "todo el país está en plena expectativa, hay conjuras y misterios".
En ese marco coinciden "un personaje histórico real y otro de ficción", que se ven envueltos en "intrigas, aventuras, amores y tiros".

Fuente  :
http://es.noticias.yahoo.com/9/20101015/ten-el-escritor-barcelones-eduardo-mendo-bbad18b.html

Mario Vargas Llosa. Tributo a un Nobel

La concesión del premio Nobel a Mario Vargas Llosa es una gran noticia para la literatura en lengua española, pero, sobre todo, hace justicia a los méritos de un escritor de tarea incesante y variada, que no sólo es creador de ficciones propias, sino agudo intérprete de obras ajenas, como acreditan sus monografías sobre García Márquez, Flaubert, Victor Hugo y Onetti, entre otros autores. No nos encontramos, sin más, ante un narrador -portentosamente intuitivo, eso sí-, sino en presencia de un intelectual que reflexiona con solvencia y profundidad acerca de la literatura -de su naturaleza, su función y sus técnicas- o sobre las transformaciones sociales y políticas de nuestro mundo, y que a menudo transforma las ideas y conocimientos de un homme de lettres en materia novelable.

Esa mezcla de experiencias personales y reflexiones constituye el cimiento que sostiene la obra narrativa de Vargas Llosa. En Los cachorros, un relato juvenil, se planteaban algunos de los motivos que vertebrarían luego la obra del escritor. Así, el de la adolescencia y sus impulsos frente a una sociedad represora, versión palmaria de la pugna entre la libertad individual y el autoritarismo -familiar, social, político- que tiende a cercenarla. En el colegio, Pichula Cuéllar es el alumno distinguido, pero la desdichada amputación que sufre como consecuencia del ataque de un perro lo convertirá en un ser marginado por sus propios compañeros. Ya en este relato se advierte el empeño del autor -que se prolongará a lo largo de su obra- de romper con los moldes de la narración tradicional: los diálogos, el estilo indirecto libre y las distintas voces narrativas se mezclan con los fragmentos encomendados al clásico narrador omnisciente, de modo que el resultado es una realidad caleidoscópica, fragmentaria e insegura, como suma de diversos puntos de vista complementarios, entre los cuales el único que falta es, precisamente, el de Cuéllar, lo que recalca su naturaleza de objeto sometido a observación desde fuera, como un espécimen entomológico.

Pero será La ciudad y los perros (1962) la primera obra madura del escritor. La escuela de Los cachorros es ahora el colegio militar Leoncio Prado, donde la disciplina es mucho más rígida y la brutalidad como signo de hombría constituye un valor permanente. La violencia y crueldad de los castigos han favorecido la creación de un “Círculo” privado de estudiantes cuyo comportamiento reproduce los mismos esquemas inculcados por las autoridades docentes y en cuyo seno llega al límite la violencia con el robo del cuestionario previsto para el examen y el asesinato del delator. El personaje más noble de la historia -una especie de segundo Cuéllar y, como él, trasunto del autor- es Alberto Fernández, poeta y testigo de los hechos, que, en contra de sus convicciones, se verá obligado a quemar sus cuentos, a obedecer a los despóticos oficiales y a olvidar lo sucedido para no ser expulsado de la institución, porque, una vez más, el poder opresor aplasta al individuo y ahoga su libertad.

El arte de dedicar libros


La dedicatoria de un libro es probablemente la forma más sublime de honrar a una persona. Es decirle a alguien: “Te agradezco por alentarme, por ser mi amigo, por parecerte a mí o por ser el amor de mi vida”. Marguerite Yourcenar, explicando los motivos por los que no había dedicado a nadie sus Memorias de Adriano, dijo que para ella era una suerte de indecencia colocar una dedicatoria personal al frente de un libro en el que pretendía pasar inadvertida. Sin embargo, sostuvo que siempre existirá un compañero, un cómplice, siquiera en el trasfondo, en la aventura de un libro bien llevado o en la vida de un escritor.
Por ese motivo es para mí todo un misterio que novelas tan monumentales como Luz de agosto o Ulises carezcan de un agradecimiento. Por ejemplo, ¿por qué Hemingway no dedicó Adiós a las armas a su enfermera Agnes von Kurowsky? La dedicatoria en ese caso era tan obvia como la que colocó García Márquez al inicio de El general en su laberinto: “Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro”.
Salvo que alguien me asegure lo contrario, sostengo que los latinoamericanos se distinguen claramente como los grandes “dedicadores” de la literatura. La mejor dedicatoria que he leído en mi vida la escribió Alfredo Bryce en La última mudanza de Felipe Carrillo: “A Luis León Rupp, a quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en el whisky y el corazón en la mano”. Otra de Bryce que me parece estupenda está en La vida exagerada de Martín Romaña: “A Sylvie Lafaye de Micheaux, porque es cierto que uno escribe para que lo quieran más”. La última que cito de Bryce se encuentra en Permiso para vivir: “Dijo el sabio Borges, que más sabía por viejo y sabía más todavía por diablo: ‘Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más gracioso y sensible de pronunciar un nombre’. Dicho lo cual, pronuncio muy graciosa y sensiblemente tu nombre, Pilar de Vega”.
Borges tiene una dedicatoria excelente en El hacedor. Se trata de un homenaje a Leopoldo Lugones: “Mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos, y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.
Estas dedicatorias tampoco están nada mal:
Ernesto Sábato en El túnel: “A la amistad de Rogelio Frigeiro, que ha resistido todas las vicisitudes de las ideas”.
Juan Carlos Onetti en Juntacadáveres: “Para Susana Soca: por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido”.
Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral: “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía”.
Nuevamente Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo: “A Euclides da Cunha en el otro mundo, y en este mundo, a Nélida Piñon”.
Gesualdo Bufalino en Perorata del apestado: “A quien lo sabe”.
Antonio Muñoz Molina (en la foto) en Plenilunio: “Para Elvira, que tenía tantas ganas de leer este libro”.
Camilo José Cela en La familia de Pascual Duarte: “Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera”.
Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres: “A Miriam, a quien este libro debe mucho más de lo que parece”.
Cyrill Collard en Las noches salvajes: “A mis hijos que, sin duda, jamás nacerán”.
Tom Sharpe en Wilt: “A Carne Uno”.
García Márquez tiene una dedicatoria fulminante en El amor en los tiempos del cólera: “A Mercedes, por supuesto”.
Termino este post con una frase genial de Juan José Arreola escrita en Palindroma: “La dedicatoria se suprime a petición de parte”.

Fuente :http://juancarlosbondy.blogspot.com/2005/11/el-arte-de-dedicar-libros.html